martes, 10 de febrero de 2015

IGLESIA SIN FRONTERAS, MADRE DE TODOS ( Revista Migraciones. Conferencia episcopal)


Me lo contaron hace unos días…
Ilvina una mujer rusa que desde años vive en Madrid, atravesó la frontera con Ucrania hace unos meses para ir en busca de sus hijos que estaban con la familia de su ex marido en zona ucraniana y que habían quedado atrapados en pleno corazón del conflicto armado. Me contaron que no hubo manera de convencer a Ilvina de que su propósito era una quimera. ¿Cómo iba a poder una mujer sola y de nacionalidad rusa atravesar la frontera y llegar hasta el pequeño pueblo ucraniano donde estaban sus hijos? ¿Cómo iba a poder hacerlo sin riesgo para su vida o su integridad personal?. Algunas gentes le propusieron otras alternativas: gestiones en consulados, etc. pero Ilvina no entró en razones…y hoy pese a todo pronóstico, vive nuevamente con sus hijos en el madrileño barrio de Legazpi . Su amor de madre le llevó a cruzar aquel infierno y le ayudó a sacar fuerza y creatividad para poder hacerlo y recuperar a sus hijos. La historia de Ilvina me resulta una parábola sugerente para referirme a la maternidad de la Iglesia y su condición transfronteriza, cuando lo que está en juego es la vida de sus hijos e hijas, su dignidad y su integridad personal.

Las fronteras existen, son una realidad política, geográfica, económica, simbólica, creada por los intereses y la lógica del poder, del dinero y los exclusivismos raciales, religiosos, étnicos, culturales. Pero la lógica del Evangelio y de la Iglesia que pretende servirle, es de otro tipo y choca frontalmente con la lógica de las fronteras que separa, discrimina, excluye, violenta y hace que la vida de las personas valga o no valga según el lugar donde se ha nacido. Por eso una iglesia con entrañas de madre, como son las entrañas del Dios de Jesús [1], es una iglesia que transita fronteras, pero no para mantenerlas, sino para desmantelarlas. La tarea de la Iglesia es levantar puentes y no muros, transformarlas en lugares de encuentro y reconciliación, de manera que “ya nadie pueda ser considerado extranjero, sino conciudadano de la familia de Dios (….) porque Cristo de dos hizo uno, derribando con su cuerpo el muro divisorio, la hostilidad (...) creando así en su persona de dos una sola y nueva humanidad (Ef 2,14-20). 

Así como una madre se le va el corazón por los hijos e hijas en situación de mayor debilidad y no para hasta encontrar una solución para sus hijos más necesitados, así la iglesia no pueda estar al margen ni ser cómplice de la situación de la violación de los Derecho Humanos que acontecen en la mayoría de las fronteras del mundo y en concreto la más próxima a nosotros, la frontera SUR, como recientemente ha denunciado, el último informe de la Asociación Pro De­rechos Humanos de Andalucía [2].

Cuidar, proteger, auxiliar, son tareas de nuestra Madre Iglesia en relación a lo que ocurre cada día en las fronteras y en esta faena es fácil encontrar a numerosos cristianos y cristianas aliviando sufrimiento, al modo samaritano (Lc 10,25-37). Pero también lo es denunciar, exigir, reivindicar que la liberación, los derechos humanos y sociales no pueden ser patrimonio de unos pocos mientras al resto sólo le quedan migajas. Por eso, para que la iglesia sea también madre de todos necesitamos que lo sea al modo de la mujer sirofenicia (Mc 7,24-30). Es decir, como aquella mujer extranjera que aparece en el Evangelio y que se atrevió a ir más allá de lo políticamente correcto reclamándole a Jesús la sanación para su hija y desafiándole a superar el exclusivismo de Israel y su etnocentrismo. Como cristianos y cristianos, en nombre de esta iglesia, hemos de asumir el ministerio de la indignación y la denuncia, de que ningún ser humano es ilegal y la ciudadanía ha de ser un derecho universal, porque no hay valla ni alambrada por más punzantes que sean sus concertinas que pueda detener el hambre de la gente ni sus luchas por la supervivencia y que en ellas mismas, atravesándolas, Dios se nos muestra como “el nuevamente encarnado” [3]




[1] La tradición profética describe el comportamiento maternal de Dios para con su pueblo: " Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo [...] "Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos. Con cuerdas *de ternura, con lazos de amor, los atraía; fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas y se inclina hasta él para darle de comer [...] El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen" (Os 11, 1-8)

[2] Derechos Humanos en la frontera Sur 2014. Cf www.apdh.org

[3] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, Santander, 1990  

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