lunes, 14 de noviembre de 2016

Gritos ( Alandar Noviembre 2016)


De pequeña me enseñaron que gritar era de mala educación, tuve que desaprenderlo muchos años después con las mujeres del barrio de Zaidín, en Granada, cortando la carretera y reivindicando juntas el centro de salud y la biblioteca pública. También fueron mis maestras en el grito las madres de los presos y presas en otra pequeña ciudad donde viví, cuando exigíamos una línea de autobús que comunicara los barrios periféricos con la prisión de la Torrecica, que como tantas cárceles están alejadas de la ciudad y resultan inaccesibles para los familiares que no tienen coche ni dinero para pagar un taxi. O los gritos, también por esa misma época, ante la Consejería de Salud exigiendo programas de metadona y tratamientos de VIH.

GRITAR DE ALEGRÍA




A Shaila la enseñaron a callar y a aguantar, y como ella dice, lo aprendió tan bien que su cuerpo se fue agachando y encorvando hasta el punto de sentirse sin derecho a ser, sin derecho a tener necesidades propias ni a aspirar a satisfacerlas y muchos menos a reclamarlas. Entre tanto se casó y tuvo dos hijas. Hizo y hace de madre y padre a la vez, pues por el camino su marido desapareció sin dejar rastro. Shaila es una de las miles de historias de vida a la que los informes de la pobreza en España denominan “familias monoparentales femeninas“o “mujeres sin cargas compartidas“ y que constituyen una de las realidades más golpeadas por la actual crisis económica.

Shaila es rumana de nacimiento y trabaja como empleada de hogar. Tras 10 años de hacerlo con la misma familia la despidieron sin previo aviso y sin darle ninguna explicación más que “también ellos estaban en crisis”, aunque paradójicamente recientemente hubieran cambiado de coche y se hubieran mudado a una zona residencial de mayor status. La despidieron con una figura jurídica que no existe en el Estatuto de los trabajadores y trabajadoras, pero que pervive aun en el sistema especial de las empleadas de hogar: el desistimiento. Pero paradójicamente para Sheila su despido no fue el final sino el inicio de un nuevo despertar.

Su despido fue como la gota que colmó su aguante y destapó su rabia canalizándola en lucha organizada con otras mujeres. A través de una amiga empezó a participar en las asambleas del colectivo Territorio Doméstico y en los talleres legales, y animada por otras compañeras y la abogada del grupo decidió denunciar a su empleadora. No era sólo por una cuestión de dinero, que por otra parte le correspondía, sino que como afirma Shaila, era sobre todo cuestión de dignidad y de no poder más con tanto ninguneo.
En Territorio Doméstico conoció a otras mujeres que habían hecho lo mismo y eso la empoderó y le ayudó a confiar en sus posibilidades y reencontrar su voz, tanto tiempo secuestrada por el miedo en el fondo de sí misma. Con Territorio, dice Shaila, aprendí a gritar “empecé a hacerlo en las manifestaciones y también en los performances y las dramatizaciones que hacíamos en los encuentros con otras mujeres: “Se acabó la esclavitud en el empleo doméstico”, “Querían brazos pero llegamos personas”, “Cuando digo no es no”, “Porque sin nosotras no se mueve el mundo”.

Por eso hoy Sheila y sus compañeras gritan de alegría, sin vergüenza, en la puerta del Servicio de Mediación y Arbitraje de la Calle Princesa, ante la mirada perpleja de los viandantes. Porque han ganado el juicio a su empleadora